El Espíritu me hace consciente de pecado

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Veíamos que la finalidad del Espíritu Santo es que seamos hijos de Dios por participación de la Divinidad: abiertos a esa Divinidad somos realmente hijos de Dios...

Veíamos que la finalidad del Espíritu Santo es que seamos hijos de Dios por participación de la Divinidad: abiertos a esa Divinidad somos realmente hijos de Dios.

¿Qué busca el Espíritu en una persona? Vean una precisión: en varias partes el Nuevo Testamento dice que Cristo es igual en todo a nosotros, menos en el pecado (cf. Ro. 8, 3; Heb. 3, 17-18; 4, 15). Entonces podemos preguntarnos: ¿Qué hacer para que una persona sea realmente hija de Dios como Jesús? Quítele el pecado y queda cerquita: sin pecado, queda parecida a Jesús. Esto quiere decir que el Espíritu Santo actúa para liberarnos del pecado, para dominar el pecado en nosotros, para que seamos verdaderos hijos, como Jesús.

Dios vive en nosotros; pero, por nuestras tendencias profundas, no le damos oportunidad de que nos ocupe, de que nos sature. Esas tendencias profundas estrechan la Divinidad en nosotros. Es la acción del Espíritu Santo la que nos libera, dominando el pecado; y al dominarlo, nos abrimos a la participación de la Divinidad. De modo que la acción del Espíritu consiste en barrer el pecado en nosotros, arrinconarlo, para que Dios nos ocupe. Hacer espacio en nosotros a la posesión de Dios, a través de su Espíritu.

Ahora, ¿qué es el pecado, según san Pablo? En Ro. 7, 14-23, el pecado es un poder y lo que puede es esclavizar; no debemos confundir pecado, en singular, con pecados. San Pablo nunca habla con este término en plural, en sus cartas originales. Son dos cosas muy distintas: uno es la causa; y los otros, los efectos. En plural, “hechos pecaminosos” son un montón de cosas que hacemos mal; son los hijos del pecado, nacen de él. Lo que hay que saber es quién los engendra. Muchas veces hemos luchado con “los pecados”, dejando intacto “el pecado”; le ponemos cuidado a los efectos y la causa queda intacta, la fábrica sigue produciendo; y ahí está el verdadero problema, en el fondo del hombre mismo (cf. Mt. 15, 18-20).

San Pablo habla de su propia experiencia y nos dice que el pecado habita en él y todo el mundo lo tiene también; y el problema es que no es controlable por nosotros mismos, por eso no nos funciona la vida. Él ve el pecado como un poder que nos impulsa a toda búsqueda de intereses; buscamos imagen, buscamos que nos den la razón. Estamos poniendo nuestra propia persona, nuestro yo por encima de los demás: en lo que hablamos, en lo que opinamos, en lo que hacemos. A uno, ¿quién lo saca de allí? Nadie puede ser honesto sino por la acción del Espíritu Santo. Todo ser que es honesto y sale de sí mismo, así se diga ateo, es por impulso divino (cf. Ro. 7, 24-25).

Mira lo que haces en un día. ¿Qué motivaciones tienes? El pecado es una secreta tendencia a buscarnos a nosotros mismos en todo lo que hacemos. Aun en la oración pedimos intereses personales. Eso es lo que san Pablo llama la finitud o la corruptibilidad. Buscamos vida donde no la hay, y todo lo que buscamos es finito, es corruptible, se acaba, perece y no da vida. ¿Por qué todo ser humano tiende a la finitud? Porque es finito, y tiende a aferrarse, a apegarse, a afirmarse sobre lo que es. Esa es la autosuficiencia, y si se acoge a lo finito, se vuelve lo que busca y desbarata lo infinito; por lo tanto, se muere. Es lo que llama san Pablo la muerte eterna o definitiva o la frustración del ser humano, que no fue capaz de aprovechar lo divino, y que elimina su inmortalidad apegándose a lo finito. ¿Cómo arreglar eso? Es otra de las acciones típicas del Espíritu Santo, y para eso es la oración, como camino para descubrir la voluntad de Dios para nosotros, volvernos dóciles a su acción y hacerle caso.

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