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Nacer del Espíritu
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La más grande fiesta cristiana es la de Pentecostés, día en que el Espíritu Santo vino a los apóstoles y nació la Iglesia de Cristo.

 

 

Los hombres hemos estado siempre buscando ansiosamente a Dios. Desde el hombre primitivo, desde aquel ser antiquísimo, misterioso y doliente, que bajó de los árboles, que por primera vez tuvo conciencia de la vida y del abismo que lo rodeaba y del gran interrogante, siempre hemos querido, hemos buscado a ese Ser adorable, lejanísimo e inmensamente cercano.

Jesucristo, en un momento adorable de su vida, nos lo reveló plenamente. El Consolador, el Espíritu, a quien el Padre enviará en mi nombre, Él les enseñará todas las cosas y les recordará todo lo que Yo les he dicho… (Jn 14, 26). Cuando venga el Espíritu de Verdad, Él les enseñará toda la verdad, porque no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oye y les hará saber las cosas que habrán de venir (Jn 16, 13).

 

Con el Espíritu Santo se calma el anhelo del hombre de cercanía, de intimidad con Dios. No podemos ir solos en medio de la vida. No podemos quedarnos siempre sin ninguna respuesta. No podemos estar sin ningún consuelo; no podemos clamar sin ningún eco.

 

El Espíritu Santo es el regalo de Cristo a los hombres. Él es el que viene cuando nosotros suplicamos: “Ven, oh Espíritu Santo, ¡ven, Espíritu Santo!”. Él es el que consuela cuando nosotros estamos llorando. Él es el que ilumina cuando todo es noche y todo es tiniebla.

 

Ven, Espíritu Santo, a mi vida. Tú eres el Dios que se acerca, el Dios que llega al hombre, después de que Jesucristo subió al cielo. Ven, Espíritu Santo, y dame la verdadera alegría, la alegría que debe tener un hombre antes de morir.

 

Ven, Espíritu Santo, y dame la seguridad, la seguridad de la esperanza. Ven, Espíritu Santo, y siembra en mi vida el amor. Tráeme la inconmovible fe. Ven, Espíritu Santo, y hazme comprender cómo fue posible la belleza del mundo, cómo fue posible la belleza del universo.

 

Ven, Espíritu Santo, y hazme llenar de alegría de sentirme envuelto en la inmensidad. Ven, Espíritu Santo, y hazme descubrir definitivamente la belleza inaudita de Cristo. Ven, Espíritu Santo, y haz que comprenda la belleza de la Virgen, la belleza de lo que Tú obraste en ella; la belleza de la encarnación. La belleza de un amor renovado hacia Jesucristo.

 

Hazme comprender la belleza de lo que Tú obraste en los santos. Que yo comprenda a la Iglesia, que entienda que Tú la diriges y la encaminas hasta el encuentro definitivo contigo. Que entienda su santidad y sus pecados.

 

Ven, Espíritu Santo, y enséñame a orar. Entonces mi oración será divina y se hará a través de tu voz y a través de tus palabras.

 

Ven, Espíritu Santo, y sáname de mis pecados. Sáname de mi impureza, sáname de mi orgullo. Haz que yo difunda alegría y seguridad. Haz que los hombres cristianos aprendan a amarte y descubran que Tú eres la infinita cercanía de Dios, el único camino hacia Dios, el único secreto de alegría y de felicidad.

 

Jesucristo nos dijo que Tú eres el Consolador y que Tú vendrías, y en verdad Tú has venido, estás viniendo a los hombres. Se está sintiendo tu presencia en el mundo y en la Iglesia. También estás obrando en nuestros hermanos lejanos, en los habitantes de los lejanísimos astros, habitados por seres semejantes a los hombres, que quizás se han abierto mucho más a tu operación, en quienes quizás estás obrando bellezas.

 

En todas partes Tú, Espíritu Santo, obras, no sólo en la Tierra, sino en el inmenso universo, desconocido hasta ahora, pero que pronto se nos abrirá y con el que compartiremos todos nuestros secretos y nuestras revelaciones espirituales.

 

Ven, Espíritu Santo; me envuelvo en Ti, quiero ser penetrado por Ti, quiero ser conducido y transformado por Ti. Quiero difundir, quiero darle la buena nueva, a muchos, de que Tú consuelas al hombre, de que Tú nos amas y nos enseñas a amar, y de que Tú nos conduces hacia la infinita realidad de la Santísima Trinidad. .

 

 

 

 

 

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