Las Siete Lámparas del Espíritu

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El Espíritu Santo nos da la vida y con ella muchas posibilidades: nuestro ser, nuestro espíritu, todas nuestras posibles cualidades, los talentos naturales. Ese es su regalo inicial para todos los hombres. Cuando la persona humana desarrolla algunas de sus aptitudes y realiza acciones de acuerdo a ellas, va adquiriendo firmeza, facilidad y prontitud en su ejercicio. Es lo que suele llamarse virtud, si esos actos llevan a obrar el bien y a que el ser humano dé lo mejor de sí mismo; y vicio, si esos actos llevan al mal. La persona adulta, que alcanza madurez en su mente y en su voluntad, en sus deseos y en su comportamiento, es un ser virtuoso y, como tal, debe tender a buscar, a elegir y a actuar correctamente. Un carácter bien forjado y un buen dominio propio le facilitan que responda al llamado que Dios le hace de practicar el bien con libertad, con facilidad y con alegría. Los filósofos griegos y los escritores antiguos pensaban que los guías y conductores de los pueblos, que brillaban por su prudencia y su amor a la justicia, eran hombres virtuosos; lo mismo decían de los héroes, en quienes admiraban la fuerza y el valor, la magnanimidad y la decisión.

Las virtudes naturales

Meditando sobre esas cualidades, establecieron que había cuatro virtudes que eran como el fundamento de la vida moral del hombre: la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza. De ellas depende un número incontable de virtudes, como la humildad, la obediencia, la pobreza, la paciencia, la mansedumbre, la generosidad…

Digamos una palabra sobre esos “cuatro pilares del Templo de la Sabiduría”, sobre “esos cuatro ríos del Paraíso”:

Prudencia: es la ciencia del buen obrar. Un hombre prudente es un jefe hábil, que guía de acuerdo con la ley y opta por las mejores soluciones. Es el que discierne el bien del mal; el que al actuar supera los errores, aplica los principios, obra sin temor ni timidez, guiado por la verdad. El que programa su vida de acuerdo con la meta definitiva que es la salvación. El que es recto en su intención y mide sus decisiones con el metro del bien moral.

Justicia: el hombre justo sirve a Dios con respeto, es piadoso, obediente y agradecido. Da al prójimo lo que le es debido, no defraudándolo en la verdad ni en el uso de los bienes materiales o espirituales. No hace acepción de personas, como si tuviera vendados los ojos, para juzgar en derecho y no según las apariencias. El hombre justo rechaza el mal y persevera en el buen obrar. Recordando que la ambición y la codicia no conviven mucho tiempo con la justicia, opta por una vida sencilla y avanza sin inclinarse a la derecha o a la izquierda.

Fortaleza: esta virtud es el motor de los actos de un hombre bueno, que realiza su misión con paciencia, decisión y perseverancia. Afronta las dificultades y vence los obstáculos. Es la virtud de los mártires que se atreven a ser fieles hasta el fin, a correr riesgos, no sólo en el orden material, como puede hacerlo un luchador esforzado o un atleta comprometido, sino en el orden espiritual, como quien se expone por servir a su prójimo.

Templanza: es la virtud del equilibrio en los actos y en el uso de las cosas materiales. Es la virtud del autodominio, de la moderación en el placer, de la modestia y la mansedumbre, de la sobriedad, la castidad y la continencia. Es la virtud que procura el justo medio, no como mediocridad, sino como cordura, que evita caer en los extremos, por exceso o por defecto. Es la virtud que lleva a que nuestro “yo superior” domine nuestro “yo inferior”.

Las virtudes cristianas

Esas cuatro virtudes cardinales o morales son asumidas por los discípulos de Jesús, como regalos del Espíritu Santo. Son el cortejo de la gracia recibida en el bautismo. Encarnadas en la existencia concreta de cada cristiano, no se reducen a ser poéticas personificaciones de conceptos abstractos, ni sólo enumeración de valores éticos que nos atraen y nos mueven a actuar correctamente.

Esas virtudes, que el hombre puede apreciar y ejercitar, se complementan con otras tres virtudes, llamadas teologales: la fe, la esperanza y la caridad. Así se completan las “siete lámparas de la santificación”, como las llamaba el beato Juan XXIII. Las virtudes teologales tienen a Dios como causa y como meta. Son dones infundidos por el Espíritu de Dios.

La fe: por esta virtud, creemos en Dios y le creemos a Él, nos rendimos a Él, respondemos a su llamado y le suplicamos nos transforme en el modelo divino que es Él mismo. Por la fe, nos decidimos a obrar en coherencia con lo que profesamos. La fe es la actitud nuestra que permite dar buen fruto cuando recibimos la semilla de la Palabra, es la roca que no falla cuando nos apoyamos en Dios, es el tesoro que se nos confía para que lo guardemos celosamente, es la brújula que orienta nuestra existencia, es el mensaje y la convicción que debemos testimoniar.

La esperanza: es la virtud que nos mantiene anhelosos del Reino de Dios y la confianza inquebrantable en el cumplimiento de las promesas divinas. La esperanza es el estímulo para perseverar en el bien, la fuerza que vence todo desaliento, el ancla que nos impide zozobrar. Es la seguridad absoluta en que Dios no falla, es la tensión entre el ya y el todavía no, es el estímulo para construir en la tierra las bases del mundo nuevo, es la alegría de las bienaventuranzas, es el entonar el aleluya del deseo mientras podemos cantar el aleluya del amor. No es una virtud de débiles o de alienados, sino de luchadores que van tras la corona.

La caridad: es el mandamiento nuevo que legó Jesús a sus discípulos, es la plenitud de la Ley, es la actitud cristiana que da sentido a todo, es el fruto del Espíritu Santo, es el tema del juicio en la tarde de la vida, es el motor de las obras de misericordia espirituales y corporales, es el entusiasmo en la marcha, es el culmen de la vida cristiana, es el viaje diario del corazón hacia Dios y hacia el prójimo. Es la plenitud que expulsa el temor en nuestra relación con el Padre celestial. Es la virtud que no pasará nunca, aunque cesen la fe y la esperanza, es el amor que nos torna plenamente semejantes a Dios.

Las virtudes de Cristo

En los cristianos, todas las virtudes son gracias de Dios y respuesta de los hombres, que pueden acrecentarse de día en día. Muchas de ellas coexisten con defectos y limitaciones, pero tienden a que éstos desaparezcan, de modo que los comportamientos según el querer divino invadan toda la existencia.

El discípulo de Jesús debe avanzar en la práctica de las virtudes, pues si no progresa, retrocede. Las virtudes son como la armadura espiritual que no debe descuidarse so pena de ser derrotado. Son como las flores de un jardín, según la frase de san Buenaventura: “Flores del alma son las virtudes; flor es la humildad; flor, la paciencia; flor, el lirio de la castidad”; y si se arrancan, la vida se convierte en un erial.

Para vivir las virtudes en grado heroico, como lo hizo san Francisco con la pobreza, san Pedro Claver con el servicio a los esclavos, o santa María Goretti, con la castidad, se requiere una especial asistencia del Espíritu Santo; el obrar heroicamente en la práctica de las virtudes es signo de la presencia del Espíritu de Dios en la vida del ser humano.

El ideal y el modelo de las virtudes es Jesús. Él amó hasta el extremo, él se hizo obediente hasta la muerte de cruz, Él se hizo pobre para enriquecernos con su riqueza, Él fue manso y humilde de corazón hasta llevar todas nuestras cargas. Jesús es el ideal al que debemos mirar, al que debemos adorar, agradecer, alabar y amar. A Jesús debemos suplicarle perdone nuestras faltas, destruya nuestros vicios y nos permita llevar una vida según su Espíritu. Jesús es el hombre Dios, en quien queremos transformarnos. Cuando lo alcancemos, por la gracia del Espíritu, será cuando estemos sumergidos en el horno del amor de Dios, en donde se consume la escoria y el metal queda limpio de impurezas.

Mientras llegamos a esa hoguera, debemos tener los ojos fijos en Jesús y suplicarle nos forje a base de calor y de martillo hasta que adquiramos la forma ansiada de parecernos a Él, de ser otros Él.

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